
En las situaciones límite se revela la pasta de la que está uno hecho. Esto es válido tanto para los individuos como para las sociedades. En menos de una semana hemos pasado de preocuparnos por qué íbamos a hacer en nuestro tiempo libre a observar con angustia y temor la salud de los que más queremos, especialmente de nuestros allegados más mayores y enfermos. En este tiempo, además, el Gobierno ha pasado de infravalorar lo que se ha revelado como una pandemia en toda regla a afanarse en no dejar que la situación se le escape de las manos. Al final la teatralidad política no ha podido sostenerse durante demasiado tiempo, y se han tenido que implementar, etapa por etapa, las mismas medidas que se han dispuesto para Italia, hoy por hoy el país donde el Coronavirus chino provoca mayores estragos.
Tras pensarlo mucho, hoy me salgo un poco del guion habitual para hablar a los lectores no de una opinión fruto de un análisis político, legal o histórico, sino para compartir mis reflexiones sumido en el mismo estupor y preocupación que todos mis vecinos, los casi cincuenta millones de españoles que deben permanecer encerrados en su casa a toda costa para tratar de detener la propagación del virus. Porque en esto no valen medias tintas ni excepciones caprichosas: se trata de nuestras vidas, así de simple. Careciendo de vacunas ante una amenaza desconocida, susceptible de mutar y, por lo tanto, altamente impredecible, no valen remedios paliativos porque no los hay. La única manera de hacer frente al virus es evitar su propagación. Y para conseguirlo la única medida efectiva es reducir el contacto social al mínimo imprescindible durante el tiempo que sea necesario, sea este de semanas o de meses.
Decreto arriba, decreto abajo, es absolutamente inútil que el Gobierno trate de implementar cuantas medidas entienda apropiadas si no se ven acompañadas por un demos colectivo que haga que estas sean lo menos dolorosas y traumáticas posible. En estos momentos, las diferencias políticas, sociales o de cualquier otra índole deben ser momentáneamente aparcadas para concentrarnos en lo que para todos nosotros, sin excepción, debe convertirse en un deber: ayudar a los demás. Y no estoy hablando de heroicidades peliculeras para calmar una desagradable sensación de impotencia, sino de cosas que están al alcance de todos, sean quienes sean. La mejor forma de hacerlo ahora es mantener la calma y actuar con serenidad, acatando las instrucciones que los profesionales y las autoridades competentes impongan.
No cabe duda de que es humano sentir miedo, cuando no pánico, en una difícil mezcla con el agobio, la preocupación e incluso la ansiedad. En estos días lo hemos comprobado palmariamente con la psicosis acaparadora que ha asaltado los supermercados sin pararse a reflexionar en que el Gobierno no iba a cortar los suministros de productos básicos ni que, con ello, se privaba a los que por razones laborales, familiares o de renta lo tenían más difícil para conseguir siquiera algo de comer o de papel higiénico. Las imágenes de personas respetables y de otras que no lo son tanto peleándose por una lata de fabada son difíciles de olvidar, muestra de lo que aparentemente se presentaba como una comunidad civilizada reducida a la simple ‘ley de la selva’ impulsada por un agónico ‘sálvese quien pueda’. Uno se pregunta ahora, ¿dónde quedan todos estos principios de solidaridad, buena vecindad y respeto que con tanto orgullo reivindicamos en las manifestaciones o tras un monitor en las redes sociales? Hechos trizas ante el huracán del miedo.
Y este, queridos conciudadanos, el principal enemigo a batir en esta crisis, no el coronavirus. Es el miedo incrustado en las paredes de cada hogar sitiado por la cuarentena. Es el miedo dibujado en el rostro de cada profesional sanitario que se entrega sin pensárselo dos veces en la primera línea de fuego. Es el miedo del camionero que no sabe dónde dormirá mañana, del farmacéutico que calcula que tarde o temprano puede acabar contagiado o del cajero que debe lidiar con un contacto continuo que puede poner en peligro a los más vulnerables de su familia. Es también el miedo de los miembros de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado, así como del Ejército, que deben estar en la calle expuestos al contagio preservando la seguridad de quienes sufren por tener que hacer gimnasia en casa y devolviendo a la suya a aquellos inconscientes que piensan que esto no va con ellos. Pero, sobre todo, es el miedo al qué vendrá, a lo desconocido, a si perderemos o no a alguien en una situación en la que tiene que decidirse quién vive y quién muere en los hospitales, a si el despido temporal se convertirá en definitivo o a si el negocio que con tanto trabajo y sacrificio ha costado poner en pie sobrevivirá hasta el año que viene.
Miedo. Los que tenemos la fortuna de poder expresarnos a través de los medios de comunicación, cuyos profesionales se la juegan con la misma intensidad que los demás para que ese miedo a lo desconocido se achique a través de la ventana de la información, contraemos en estos momentos duros la obligación de combatir el miedo de la población con las armas que tenemos y de tranquilizar a quienes deben tener la seguridad de que, sólo combatiendo eficazmente este miedo se podrá vencer al coronavirus. Aquí no hay eslóganes ni frases grandilocuentes, sino el esfuerzo cotidiano, doméstico, de mantener la sangre fría y de hacer lo que sea necesario para que los nuestros (que ahora son todos) sufran la menor angustia posible. Es por eso por lo que me sumo, desde este humilde altavoz, al llamamiento que cientos han hecho ya: serenidad, frialdad, sensatez y eficacia. Porque sólo teniendo claras las prioridades y siendo resolutivos saldremos de esta más fuertes y dispuestos de lo que hemos estado nunca como personas y como comunidad. Y, especialmente, más preparados para valorar lo que tenemos, sabiendo que todo puede desaparecer en un segundo.